lunes, 25 de noviembre de 2013

Memorias de un pato criollo

                              "Pato criollo, cada paso una cagada"
                                                                  Dicho criollo



Antes era diferente. Antes de la bestia. Antes éramos libres.
Después llegó el miedo y la intranquilidad. Llegó la bestia.
Todavía recuerdo cuando nos animábamos a subir por la costa, en una fila bochinchera y despreocupada. El mundo era tan amplio, tan tranquilo, tan nuestro. Nada podía alterar la paz que nos rodeaba. La bandada no cercía, es cierto, pero los pocos que llegábamos a adultos llevábamos una vida despreocupada.
Entonces ellos trajeron a la bestia.
El primer día no sabíamos de que se trataba. Nunca habíamos visto algo así. La ferocidad se le veía en la cara. Sus ojos tenían algo tan amenazante que helaba la sangre. Miraba de una forma que no dejaba lugar a dudas. Esos ojos, mas que mirar advertían sobre lo que vendría.
Claro que esa pasividad amenazante no duraría para siempre. La bestia se puso en movimiento y la tranquilidad pasó a ser nada mas que un recuerdo. Su voz era como un trueno. Era aterrador oír acercarse ese rugido. Sólo de oírlo sentíamos la necesidad de huir.
La primera vez apenas atinamos a llegar al río. Sentíamos a cada paso el vozarrón de trueno que provocaba en cada uno de nosotros un terror profundo. Más rápido corríamos mas se acercaba. Parecía jugar con nuestro temor.
De hecho era probable que solamente jugara.
Porque ahora que lo pienso, la bestia nunca dañó a ninguno de los nuestros.
Con el corazón a punto de estallar nos arrojábamos al agua y nadábamos hasta la otra orilla.
Algunos de nosotros hasta pudimos sentir el aliento de la bestia.
Su brusquedad, su prepotencia, su ferocidad...¡Esa es la palabra!
La bestia era feroz.
Poco a poco nos fuimos alejando de la costa de la bestia.
Había marcado un límite que ninguno de nosotros osó jamás traspasar.
Al principio nos acercábamos tímidamente, llegábamos hasta la orilla e intentábamos vanamente establecer una cabeza de playa. Pero la bestia no descansaba.
De hecho parecía no dormir jamás.
De día siempre espectante, vigilando nuestros movimientos, siempre alerta.
De noche, cuando la oscuridad hacía que nos refugiáramos en la otra orilla a descansar, podíamos oír claramente como avanzaba incansablemente, una y otra vez contra cualquiera de los otros que intentara acercarse al río.
Porque si no puedo recordar que alguna vez hubiera lastimado a alguno de nosotros, podría asegurar que no pasó lo mismo con los otros.
Cada tanto podíamos sentir , además del aterrador estruendo de la bestia enfrentándolos, las quejas y lamentos que precedían a la indefectible retirada.
Pero los otros no parecían escarmentar, y, a pesar de ser corridos una y otra vez de la orilla, seguían intentando una y otra vez llegar a ella, terca y obcecadamente, como quién no se resigna a abandonar lo que considera propio, natural y lógico.
Los otros no podían hacerse a la idea de que ellos les cerraran el paso al río con la bestia.

Nuestra identificación con los otros fue inmediata. Teníamos un enemigo común. Teníamos un enemigo terrible.
Si bien jamás habíamos tenido ningún contacto con los otros, intuíamos que eran los únicos que podían liberarnos del terror.
Escuchábamos atentamente cada noche, esperando que esa sí fuera la última noche de la bestia. Que ellos ganaran finalmente la contienda. Pero siempre sucedía lo mismo. La victoria era de la bestia. 

Estábamos resignados a no volver a pisar la otra orilla, cuando sucedió algo imprevisto.
En medio de la noche, al habitual rugido de la bestia, empeñada en cortar el acceso a la costa de los otros, le siguió una explosión que nos dejó mudos de horror y asombro.
Por primera vez, en vez de las quejas lastimeras de los otros, y del bramido de la bestia triunfante, se produjo un extraño silencio. y luego se oyeron los festejos. Es curioso que no sea necesario comprender los sonidos para darse cuenta de que los otros festejaban. Las voces se derramaban eufóricas y aliviadas. Y la bestia no emitía sonido alguno.
Nos embargó una curiosidad irrefrenable, pero la prudencia pudo más.

Con los primeros rayos del sol, los mas audaces fueron hasta la orilla. Hasta la otra orilla. Hasta la orilla de la bestia.Temerosos, no avanzaron mas que un par de pasos. Aunque no había ni rastros de la bestia, el temor seguía presente, casi palpable.
Al miedo le sucedió una cautela que duró tan poco que podría (si uno no conociera el paño) afirmarse que entre el pánico y la euforia no medió sentimiento alguno.
Entonces comenzaron los festejos por la desaparición de la bestia. Los mas tímidos pasaron en un instante a ser los mas audaces. Los mas callados festejaron a voz de cuello. Los mas cobardes sacaron pecho y fueron al frente , exultantes... arrogantes...
 La costa prohibida, volvió a ser de pronto nuestra costa, y nos entregamos a la reconquista de cada centímetro de terreno. Nunca ví tantos patos juntos. Venían de todos lados, la bandada se había multiplicado, y nadie quería quedarse afuera de los festejos..
 Entregados al éxtasis de la victoria, ninguno mostró la menor preocupación cuando notaron la llegada de ellos. Envalentonados ante la desaparición del enemigo común, apenas si prestaron atención a la explosión, que se confundió con el batifondo de los festejos.

Esa noche los cazadores furtivos volvieron a cenar pato.